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Viaje al centro de la Constitución

Nuestra división de poderes –lo hemos visto un poco más arriba– no presenta sólo una dimensión horizontal, sino también una vertical, pues junto a los tres poderes clásicos del Estado central (Cortes Generales, Gobierno y poder judicial) existen también diferentes entidades territoriales que ejercen poder público. Unas han sido características de toda nuestra historia constitucional: los municipios y sus órganos de gobierno, los ayuntamientos. Las otras constituyen una novedad extraordinaria: quizá la más destacada de todas las nacidas con el nuevo Estado democrático. Los jóvenes, que no conocisteis la España centralista del franquismo no podéis, claro, apreciar la dimensión del cambio producido en estos años. Me refiero, obviamente –ya lo habréis adivinado– a las Comunidades Autónomas. Por eso la pregunta, ahora, está servida:

¿Cómo nacen, para qué nacen y qué hacen las Comunidades Autónomas en que se articula territorialmente el poder del Estado en España?

 

Aunque trataré a continuación de contestar a esas preguntas, os ruego que me sigáis antes un ratito, mientras realizo una reflexión introductoria (que pomposo suena eso de «reflexión introductoria», ¿verdad?) que os pueda ayudar a situaros en el centro del problema al que la descentralización trata en España de dar históricamente solución. Os pido –ya lo sé– que confiéis de nuevo en mí, pero os prometo que será ya la última vez en este viaje que estamos a punto de acabar.

La cuestión podría, probablemente, plantearse de este modo: al igual que la mayor parte de los viejos Estados europeos, el Estado español y la nación sobre la que el mismo se asienta –la nación española– fue el resultado final de un largo y complejo proceso histórico, en el que un conjunto de comunidades con lenguas, costumbres y tradiciones diversas acabaron por conformar, al unirse, una comunidad nacional. Aunque la afirmación progresiva de ese Estado-nación se realiza a partir de la diversidad, lo cierto es que tal afirmación va a exigir un proceso, mayor o menor dependiendo de los distintos Estados y los diferentes períodos históricos, de unificación política y cultural. Una unificación, hay que subrayarlo, que no siempre se llevará a cabo respetando las peculiaridades regionales o locales, pues, lejos de ello, en muchos casos, la homogeneización política y cultural se producirá a costa de anular, frecuentemente por la fuerza, la pluralidad regional y local.

Es precisamente este doble proceso histórico de homogeneización de lo diverso y de resistencia frente a esa homogeneización el que dará lugar a que en un determinado momento de nuestra historia (entre el último tercio del siglo XIX y el primero del siglo XX) se produzca la aparición en España de los llamados movimientos regionalistas, que acabarán desembocando en el nacimiento de los partidos nacionalistas. Movimientos y partidos que reivindicarán el respeto a las peculiaridades de todo tipo (lingüísticas, culturales, geográficas o históricas) de los territorios en que se asientan y que exigirán, en consonancia con ello, disponer de instituciones de gobierno autónomas que les permitiesen la defensa de sus propios intereses. Sin tener a la vista la existencia de estas fuerzas nacionalistas, cuyo apoyo social había venido siendo muy notable en Cataluña y en las provincias vascongadas desde finales del siglo XIX, no es posible entender el profundo impulso político que llevó a los diputados y senadores que redactaron la Constitución (los llamados constituyentes) a intentar dar una solución al conocido entonces, en la coyuntura constituyente de 1977, como problema nacional.

¿En qué consistió esa solución? Como hemos de explicarlo de una forma breve y clara, podríamos decir que la solución consistió en reconocer que el nuevo Estado democrático español se basaría, desde el punto de vista de su estructura territorial, en dos principios anudados el uno con el otro: el de unidad de la nación española, y el que las nacionalidades y regiones que la forman tenían derecho a acceder a la autonomía. La unidad («indisoluble» e «indivisible», dice algo repetitivamente la Constitución en su artículo 2º) significa, ni más ni menos, que la prohibición constitucional taxativa de que una parte del territorio pueda separarse del conjunto que forma la nación española. La autonomía , por su parte, se configuró como un derecho de las provincias que, siendo limítrofes, tuvieran características históricas, culturales o económicas comunes (también de las llamadas provincias con entidad regional histórica y de los territorios insulares), territorios todos que podrían para acceder al autogobierno, con la finalidad de gestionar sus respectivos intereses.

Sentados ambos principios, los de unidad y autonomía, el problema que se planteaba a los constituyentes españoles era el de cómo regular el proceso político que debía conducir de un Estado fuertemente centralizado a uno descentralizado, proceso, dicho sea de paso, del que apenas existían ejemplos en la historia, lo que suponía una dificultad adicional, pues no había un modelo del que echar mano para «copiar» o para imitarlo en lo posible. La solución adoptada finalmente fue audaz, desde el punto de vista de sus objetivos, y prudente, desde el de los procedimientos previstos para llegar a esos objetivos, siendo, de hecho, la combinación de audacia y prudencia la que explica el éxito innegable del resultado final.

Así, lejos de establecer un modelo cerrado sobre la estructura territorial del Estado, lo que hizo la Constitución de 1978 fue fijar con detalle las normas reguladoras del proceso que podría conducir, si lo iban decidiendo democráticamente de ese modo los diferentes territorios españoles, a una nueva estructura descentralizada: la Constitución determinó quienes podrían iniciar el proceso autonómico, es decir, el proceso que conduciría a la autonomía a cada territorio; quien debería elaborar los Estatutos de Autonomía de cada territorio (Estatutos que se concebían como las normas institucionales básicas reguladoras del poder de esos nuevos territorios); qué competencias podrían ejercer las Comunidades autónomas (es decir qué poderes y funciones les corresponderían y en relación con qué tipo de materias); y cómo se organizarían los nuevos poderes de las Comunidades Autónomas una vez que aquéllas se constituyeran.

Una vez aprobada la Constitución se abrió, por tanto, en España un largo proceso, que permitió poner en práctica las previsiones constitucionales sobre la organización territorial del Estado, proceso que se conoce generalmente con la denominación de proceso estatuyente , pues a lo largo del mismo se fueron aprobando los Estatutos de Autonomía de las Comunidades Autónomas, se fueron poniendo en marcha sus respectivas instituciones de autogobierno, y en ejercicio sus respectivas competencias. Tras el cierre de ese proceso, que tuvo lugar a principios de 1983, cuando entraron en vigor los últimos Estatutos de Autonomía aprobados por las Cortes Generales, en España se habían aprobado un total de 17 Estatutos, lo que daba una idea del enorme camino recorrido en un tiempo brevísimo, pues los dos primeros textos estatutarios (los de Cataluña y el País Vasco) se habían aprobado poco más de 3 años antes, a finales de 1979.

Transcurridos veinticinco años desde la aprobación de la Constitución, el proceso descentralizador ha culminado en la configuración de un Estado de corte federal en que el que, junto a las entidades locales (los municipios y sus ayuntamientos) y a las entidades provinciales (las provincias y sus diputaciones provinciales) existen dos grandes entidades territoriales dotadas de poder político: el Estado central y las Comunidades Autónomas. Estas últimas se han organizado sobre la base de una estructura orgánica muy similar a la del propio Estado central (con parlamentos autonómicos elegidos por sufragio universal, Presidentes de designación parlamentaria, y gobiernos de designación presidencial) y gozan hoy de competencias legislativas y ejecutivas sobre un amplísimo abanico de materias. Las Comunidades Autónomas son, así, una parte fundamental del Estado democrático español, sin cuya participación en nuestro sistema de gobierno no sería ya posible entender la democracia española. Su aparición supuso en su día una auténtica revolución, pero su pujante realidad actual las ha convertido en una parte de nuestro paisaje político cotidiano, muestra irrefutable de su consolidación social y cultural.

Banderas Comunidades Autónomas
Banderas Comunidades Autonomas
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