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Viaje al centro de la Constitución

Estos son los poderes del Estado, siguiendo el principio de su división horizontal. Debemos ver ahora, en consecuencia, y según os prometí, las manifestaciones en nuestro sistema constitucional del principio de la división vertical de los poderes del Estado. Pero no sin antes tratar de algo que se nos ha quedado en el tintero: el papel constitucional del Rey, es decir, del Jefe del Estado, quien, como ya habréis observado (¡seguro que sí!) no es un poder del Estado. La pregunta resulta ahora muy breve y muy sencilla: pues si el Rey no es el titular de un poder del Estado,

¿Qué hace el Rey?

 

No sólo el Rey no es el titular de un poder del Estado en nuestro sistema constitucional, sino que no podría serlo en caso alguno ningún Rey que aspirase a convivir con un Estado democrático. Sí, ya sé, que esta afirmación os parecerá a la mayoría de vosotros un poco enigmática y que, por tanto, será necesario, explicar el sentido profundo de la misma. A eso voy, pues con tal explicación –enseguida lo veréis– daré repuesta cumplida a la pregunta planteada.

El principio en que se basa la monarquía como forma de gobierno es el de la sucesión hereditaria en la Jefatura del Estado, Jefatura que los reyes tienen atribuida en los regímenes monárquicos. El Jefe del Estado carece, por tanto, en esos regímenes monárquicos de cualquier legitimidad de origen que no sea la que le confiere su pertenencia a la familia real. El principio de legitimidad funciona de una forma muy distinta en los regímenes de tipo democrático, en los cuales, como en diferentes momentos he tenido la ocasión de señalar, todo el poder emana del pueblo: emana del pueblo el poder del parlamento, que es directamente elegido por el propio pueblo; emana también del pueblo el poder del Gobierno que, o bien es elegido directamente por el pueblo (en los sistemas de tipo presidencialista, como el de los Estados Unidos), o bien es elegido indirectamente por el pueblo al serlo por el órgano parlamentario en el que el pueblo está representado (lo que sucede en las democracias parlamentarias, entre las cuales se cuenta la española); y emana en fin del pueblo el poder judicial, pues aunque los jueces y magistrados que lo conforman no son elegidos ni directamente ni indirectamente por el pueblo, todos hacen justicia a partir de lo establecido en las normas aprobadas por órganos (el parlamento o el Gobierno) que sí son el resultado directo o indirecto del proceso electoral.

El problema, claro está, que plantea la monarquía en los regímenes de tipo democrático no ha sido pues otro, al fin y al cabo, que el de cómo hacer compatible la vigencia de dos principios contradictorios entre sí, el principio monárquico-sucesorio y el principio democrático-electivo. La tensión entre esos dos principios recorrió, de hecho, la vida política europea durante prácticamente todo el siglo XIX y, aun el algunos países, durante el primer tercio del siglo XX, pero acabó finalmente resolviéndose de una de estas dos formas: o bien mediante la abolición de las monarquías que se resistieron a adaptarse a los nuevos tiempos democráticos, monarquías que fueron sustituidas por repúblicas; o bien mediante la adaptación de las monarquías a los nuevos tiempos, lo que dio lugar a la aparición de las denominadas monarquías parlamentarias: aquellas que, renunciando al ejercicio por parte del Rey de poderes políticos efectivos, habían conseguido coexistir con la democracia.

En esa línea, nuestra Constitución define a la monarquía española como una monarquía parlamentaria, en la que el Rey, en tanto que Jefe del Estado, es el símbolo de su unidad y permanencia y el arbitro y el moderador del funcionamiento de sus instituciones, asumiendo la más alta representación del Estado español en sus relaciones internacionales. Para ello tiene el Rey atribuidas toda una serie de funciones, que van desde la sanción de las leyes, hasta la propuesta de candidato del Presidente del Gobierno que antes mencionábamos, pasando por la convocatoria o disolución de las Cortes o la convocatoria de elecciones generales. Debéis tener en cuenta, en todo caso, que en realidad las cosas suceden, sin embargo, de un modo bastante diferente al que podría deducirse de una interpretación al pie de la letra de lo que dice literalmente la Constitución. ¿Qué por qué? Pues porque, de hecho, el Rey no ejerce los poderes que podrían considerarse contenidos en las funciones que tiene atribuidas, toda vez que se limita a formalizar (a dar la forma jurídica constitucionalmente prevista en cada caso) al ejercicio de competencias que en realidad pertenecen a otros poderes del Estado.

Lo mejor para explicar este contraste entre lo que establece literalmente la Constitución y la interpretación que debe darse a la misma en este ámbito concreto de las funciones que el Rey tiene atribuidas será poner un ejemplo que me permita explicar con claridad ese juego constante entre ficción jurídica y realidad política que explica el papel del Rey en la monarquías parlamentarias. Pongamos el caso de la facultad real de convocar elecciones. Según la Constitución el Rey convoca elecciones en los términos previstos en la Constitución: sucede, sin embargo, que estos términos suponen el establecimiento de los casos tasados en que procede constitucionalmente la convocatoria de elecciones, de modo tal que en todos ellos el Rey no ejerce poder alguno (pues no toma decisiones que dependan de su libre voluntad) sino que se limita a dar la forma jurídica adecuada a los diferentes supuestos de convocatoria electoral, firmando sencillamente los respectivos Decretos por los que se procede a convocar las elecciones. Es sólo un ejemplo –pues lo mismo cabría decir de la sanción, de la convocatoria de referéndum, o del nombramiento o separación de los miembros del Gobierno–, pero un ejemplo que pone de manifiesto con bastante nitidez lo que el Rey hace y lo que parece que hace, pero hacen otros en su nombre en realidad.

¿Significa todo ello –os preguntareis– que el papel constitucional del Rey es por completo irrelevante y carece de cualquier significación? Nada más lejos de la realidad. Pues lo cierto es que ese apartamiento de la vida política (de sus conflictos, controversias y problemas) es precisamente el que da lugar a que el Rey esté en condiciones de gozar de una gran autoridad, autoridad sin la cual no sería posible que estuviese en condiciones de cumplir con su misión fundamental, que no es otra que la de dar continuidad y permanencia al Estado, por encima de las discontinuidades de Gobiernos y mayorías que siempre lleva consigo la política democrática, y la ser símbolo de su unidad territorial. Una unidad necesitada, sin ningún género de dudas, de refuerzos simbólicos, dada la estructura profundamente descentralizada del poder Estado que ha acabado estableciéndose en España. Pero esto es cosa ya de la siguiente pregunta...y, claro, de la siguiente respuesta.

El Rey firmando la constitucion
El Rey firmando la constitucion
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