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Viaje al centro de la Constitución

¡Sí, sí, no me lo digáis!: ya sé que un poco emocionado con esta cuestión de los derechos se me ha ido de pronto el santo al cielo y que, volviendo a la tierra (es decir, a nuestro viaje virtual) aun debo hablaros de aquella otra condición que los revolucionarios franceses consideraron en su día como condición indispensable para poder afirmar la existencia en un país de una Constitución digna de tal nombre: de la división de los poderes. La pregunta (¡y con ésta ya van cinco!) podría formularse ahora de este modo: ¿Cuáles son, cómo se eligen y qué hacen, los poderes que establece nuestra Constitución?¡Que nadie se me eche para atrás, que aunque la cosa parece bastante complicada vamos a intentar explicarla bien clarito!:

¿Cuáles son, cómo se eligen y qué hacen, los poderes que establece nuestra Constitución?

 

Aunque la Constitución de 1978 es muy parecida a todas las demás constituciones democráticas en esta esfera de la división y la organización de los poderes, debo aclarar desde el principio una cuestión, sin cuyo conocimiento no se puede entender en realidad la auténtica importancia de la citada división: la de que en muchos Estados constitucionales no sólo se prevé una división horizontal de los poderes del Estado (es decir, aquella que existe, dentro del Estado central, entre el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial), sino también una división vertical entre el poder de ese mismo Estado central y los de otras entidades territoriales que desarrollan sus funciones no en todo el territorio del Estado, sino sólo en alguna de sus partes. Esto es lo que sucede en España con la división vertical entre el poder central del Estado, el de las llamadas Comunidades Autónomas y el de los entes locales (es decir, los municipios, gobernados cada uno por su respectivo ayuntamiento). Más adelante os hablaré de las Comunidades Autónomas, que han supuesto una verdadera revolución en la tradicional forma de gobernarse este país. Pero de momento debemos ocuparnos sólo de la división horizontal de los poderes.

Fue un filósofo francés, el barón de Montesquieu, quien, ya hace mucho (para ser exactos, en el primer tercio del siglo XVIII), formuló del modo en que ha llegado hasta nosotros el llamado principio de la separación o división de los poderes. Su teoría, expuesta por Montesquieu con genio y precisión en el libro El espíritu de las leyes , consistía en esencia en afirmar que para que el poder del Estado no pudiese ser utilizado por quienes en cada caso lo ejerciesen en contra de la libertad de los particulares era necesario dividirlo internamente, de tal modo que fuese el propio poder el que acabase frenando al poder. Las revoluciones liberales hicieron efectivas en la práctica las ideas teorizadas por el Barón de Montesquieu, siendo así que desde el principio los nuevos Estados constitucionales nacidos tras las revoluciones liberales organizaron sus poderes a partir de la división entre poder legislativo, ejecutivo y judicial. Esa es también la división que recoge nuestra actual Constitución. Según ella las Cortes Generales ejercen el poder legislativo, el Gobierno el poder ejecutivo y los jueces y tribunales el poder judicial. Veamos por separado las características de cada uno de los mismos.

El poder legislativo se atribuye, como acabo de apuntar, a las Cortes Generales , que, según afirma la propia Constitución, representan al pueblo español y están formadas por dos Cámaras: el Congreso de los Diputados y el Senado. ¿Que por qué dos Cámaras? Bueno, la cuestión no es muy fácil de explicar sin recurrir a la historia del siglo XIX, período en que los Senados tenían una naturaleza aristocrática y las Cámaras bajas una naturaleza más o menos popular. Pero, claro, no podemos aquí y ahora entrar en esa historia. Por lo tanto debemos conformarnos con apuntar la idea más fundamental para explicar la persistencia en la actualidad de dos Cámaras, cuando ya han desaparecido las razones históricas que justificaron el reparto en dos asambleas diferentes del órgano legislativo del Estado. En el sistema establecido en la Constitución de 1978 en tanto el Congreso se concibe como una Cámara de representación popular, el Senado se concibe como una Cámara de representación territorial. Esa es la razón por la cual mientras el número de diputados que elige cada provincia española está en proporción (no exacta, es verdad, pero en proporción) a su población, todas las provincias (con la excepción de las insulares, Baleares y Canarias, y de Ceuta y Melilla) eligen el mismo número de senadores: cuatro cada una.

Pero más allá de esa diferencia, ambas Cámaras se eligen siguiendo una estricta aplicación del principio democrático, según el cual todo el poder público procede del pueblo, pueblo que se expresa políticamente mediante el ejercicio del derecho a votar y a ser votado: el denominado derecho activo y pasivo de sufragio . Por eso tanto el Congreso como el Senado son elegidos mediante sufragio universal (es decir, mediante el voto de todos los ciudadanos españoles mayores de edad e inscritos en el censo electoral), libre (pues los electores tiene la posibilidad de votar o no votar, pudiendo hacerlo, en el primer caso, en favor de la opción política que prefieran), igual (dado que cada ciudadano tiene derecho a un sólo voto), directo (pues las Cámaras son elegidas directamente por el cuerpo electoral y no por compromisarios encargados de llevar a cabo indirectamente esa elección), y secreto (dado que nadie puede descubrir el sentido del voto de cada ciudadano, medio éste a través del cual se contribuye decisivamente a garantizar la libertad de todos a la hora de votar).

Para hacer efectivo ese derecho de sufragio los sistemas democráticos cuentan con unas peculiares instituciones, los partidos políticos , que son, podría decirse, las principales instituciones organizadoras de la libertad. La Constitución se refiere a ellos, en su artículo 6º, proclamando que los partidos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. No exagera para nada nuestra ley fundamental: pues, ciertamente, los partidos son una pieza esencial de cualquier Estado democrático. Tanto que sin ellos no es posible que exista democracia. Aunque frecuentemente criticados, pues es a los partidos a los que les toca la difícil e ingrata tarea de gestionar el conflicto y los problemas derivados de la pluralidad política y social, la verdad es que los partidos son tan decisivos para la democracia, que su existencia es condición necesaria, aunque no suficiente, de la misma. Por eso, cuando queráis saber si en una lugar existe o no existe democracia, preguntad si allí hay partidos. Si no los hay, tampoco habrá, en modo alguno, democracia. Es una regla que no falla.

Antes de entrar a hablaros del Gobierno, dejadme, en todo caso, dar respuesta a una cuestión que seguro os ronda ya por la cabeza: ¿Qué funciones tiene el poder legislativo?, os estaréis preguntando muchos de vosotros. O por decirlo de otro modo: ¿Qué es lo que hacen el Congreso y el Senado?. Pues bien, lo que hacen guarda una estrecha relación con la naturaleza representativa de uno y otro: por un lado ejercen la función legislativa (o, lo es que igual, aprueban leyes) y por la otra controlan al Gobierno y a la administración pública que depende del Gobierno. Tanto esa función legislativa (mediante la cual las Cortes expresan la voluntad soberana del pueblo que las ha elegido a través del procedimiento electoral) como la de control (que permite a las Cortes asegurar que el Gobierno no se separe de las funciones que tiene constitucionalmente encomendadas y responda adecuadamente a la voluntad mayoritaria de los ciudadanos) convierten a las Cortes en el poder central del Estado democrático, el más importante y decisivo, pues como veremos de inmediato condiciona la naturaleza tanto de los órganos que conforman el poder ejecutivo como de los que conforman el poder judicial.

Vamos, pues, con el Gobierno , que es, según la Constitución, el órgano titular del poder ejecutivo del Estado. Y al que, por serlo, le corresponde dirigir la política interior y exterior, la administración civil y militar y la defensa del Estado, además de ejercer la potestad reglamentaria (es decir la consistente en aprobar normas jurídicas que tienen un rango jerárquico inferior a la ley, porque no pueden contravenir lo establecido en las leyes, normas que en caso de conflicto prevalecen siempre sobre esas otras disposiciones reglamentarias del Gobierno). Del mismo modo que las Cortes, el Gobierno es también un órgano colectivo, aunque, según todos sabéis perfectamente, el número de miembros que lo forman (en torno a una docena o docena y media entre el Presidente, el o los Vicepresidentes, en su caso, y los ministros) es muy inferior al de los que forman el Congreso (350 diputados en la actualidad) y el Senado (259 en el momento presente).

El Gobierno es en España un Gobierno parlamentario , lo que significa que no es elegido directamente por el pueblo (como acontece en los llamados sistemas presidencialistas, en los que el cuerpo electoral elige directamente al Presidente del Gobierno quien es, al tiempo, el Presidente del país), sino por medio de una de las dos Cámaras de las Cortes Generales a través de la denominada votación de investidura.

Nuestra Constitución dispone en tal sentido un procedimiento de investidura (que podéis estudiar en profundidad leyendo con calma su artículo 99) que consiste en esencia en lo siguiente: una vez celebradas las nuevas elecciones (o en algunos otros casos en los que deba procederse a elegir nuevo Presidente: por ejemplo cuando fallece o renuncia el que viene desempeñando esas funciones) el Rey consultará con los líderes de los partidos políticos con representación parlamentaria en las Cortes Generales para intentar informarse de quien es la persona que, por ser capaz de configurar una mayoría estable de gobierno, debe ser propuesto como candidato a Presidente; después de obtener esta información el Rey, en su calidad de Jefe del Estado, hace una propuesta de candidato y éste presenta su programa al Congreso de los Diputados y solicita la confianza de la Cámara; tras el oportuno debate de investidura, en el que participan los portavoces de los diferentes grupos parlamentarios del Congreso, se procede a la votación del candidato a Presidente, que debe obtener en una primera vuelta el apoyo de la mayoría absoluta del Congreso (la mitad más uno de sus 350 miembros o, lo que es igual, 176 votos en la actualidad); si celebrada esta primera votación el candidato no obtuviese la mayoría absoluta requerida, se celebrará una segunda en la que será suficiente con la mayoría simple (más votos a favor que votos en contra); por último, si tampoco el candidato propuesto por el Rey obtuviese la mayoría simple en segunda votación, el Rey deberá proponer otro candidato (quien se verá sometido al mismo procedimiento que acabamos de describir), y si éste tampoco obtuviese las mayorías requeridas, la Constitución prevé que se seguirán tramitando sucesivas propuestas –con idénticas exigencias– durante el período de dos meses, transcurridos los cuales sin que el Congreso de los Diputados hubiera elegido Presidente se decretará la disolución de las Cortes.

Aunque ya sé que este procedimiento de investidura os habrá parecido, así al pronto, un poco liosillo, la verdad es que la cosa tiene un intríngulis fácil de explicar: el Gobierno es en España, obviamente, un Gobierno democrático, pero dado que no es elegido directamente por el pueblo debe establecerse un procedimiento que permita asegurar que será el parlamento el que, en nombre y representación del pueblo español, proceda a elegir el Gobierno. Es lo que se llama técnicamente el principio parlamentario : un principio que exige no sólo que el Gobierno sea elegido por el parlamento (en el caso español por el Congreso de los Diputados), sino que cuente de forma permanente con el apoyo de una mayoría parlamentaria que le permita gobernar. Por eso la Constitución de 1978 prevé que cuando esa mayoría se debilita el Presidente del Gobierno puede intentar cohesionarla presentando una cuestión de confianza; prevé también que en el supuesto de que esa mayoría se haya roto y haya aparecido en el Congreso una mayoría alternativa, tal mayoría alternativa pueda sustituir al Presidente existente por otro mediante la presentación de una moción de censura constructiva con candidato alternativo; y prevé, en fin, que cuando el Gobierno ha perdido la mayoría que le permite gobernar y el Congreso es incapaz, sin embargo, de configurar una mayoría alternativa, puede el Presidente del Gobierno disolver las Cámaras anticipadamente, convocando elecciones antes de la fecha prevista para su celebración, con la finalidad de evitar el atolladero político que se produce siempre que el gobierno no puede gobernar y la oposición no está en condiciones de sustituirlo por otro.

Con una brevísima referencia al poder judicial iremos ya cerrando el tratamiento de la división de los poderes, e iremos encaminándonos de forma decidida hacia la etapa final de nuestro viaje al centro de la Constitución. El poder judicial es el encargado de hacer justicia, es decir, el poder encargado de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, en todo tipo de procesos. Hacer justicia significa, por tanto, en este ámbito, aplicar las leyes emanadas del Parlamento del Estado (o de los otros órganos legitimados para la aprobación de normas legales, como los parlamentos autonómicos o los órganos de la Unión europea), así como las normas reglamentarias adoptadas por cualquier autoridad administrativa (central o autonómica) con poder para aprobarlas. Y todo ello con la finalidad de dar solución, de ese modo, a las múltiples controversias surgidas entre los particulares o entre los particulares y el Estado, y hacer, así, eficaces las previsiones del ordenamiento jurídico en los ámbitos civil, penal, administrativo o laboral.

Una justicia, la mencionada, que –según establece nuestra Constitución– emana del pueblo (¡como veis, en democracia, siempre el pueblo!) y se administra en nombre del Rey por jueces y magistrados integrantes del poder judicial que serán independientes (pues deberán realizar su función jurisdiccional sin someterse a ninguna orden ni instrucción, pública o privada, salvo a la ley), inamovibles (dado que no podrán ser removidos de sus puestos sino en los casos y con las formas previstas en las leyes), responsables (en la medida en que tendrán que responder según lo previsto en la propia ley que regula sus responsabilidades, en el caso de cumplir inadecuadamente las funciones importantísimas que tienen legalmente atribuidas) y sometidos únicamente al imperio de la ley (pues es el sometimiento a la ley, y solo a la ley, el que legitima su función como un poder del Estado democrático).

Constitucion Española 1978 (folleto)
Constitucion Española 1978 (folleto)
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