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Viaje al centro de la Constitución

Sabemos ya, por lo tanto, cómo fue elaborada y aprobada nuestra actual Constitución, «la del 78». Y sabemos también que todo ello supuso una gran novedad en la historia política y constitucional española, pues inauguró unas nuevas prácticas políticas que van a estar en el origen del progresivo surgimiento de una cultura constitucional desconocida entre nosotros: la que parte de la convicción de que las reglas de juego y los grandes principios reguladores de la vida colectiva deben ser el resultado de un acuerdo negociado entre todos y nunca de la imposición de quien en cada momento resulta el ganador. Pero, claro –tenéis toda la razón– ¡algo más nos contarán sobre nuestra actual Constitución! ¡Pues claro está! ¿Recordáis lo que decía la Declaración francesa de 1789?. Sí, es cierto, lo vimos hace un rato. Aquello de que sin derechos y sin separación de poderes no podía haber Constitución. Vamos ahora ya con lo primero: ¿Cómo regula la Constitución de 1978 esa cuestión central de los derechos?. Esa es la pregunta a la que vamos a continuación a dar respuesta. ¡Ojo: estad atentos, pues, como veréis, la cosa tiene su interés!

¿Cómo regula la Constitución de 1978 esa cuestión central de los derechos?

 

El punto de partida para abordar la cuestión de los derechos en el texto constitucional de 1978 exige hacer una afirmación que a alguno de vosotros quizá os parezca un poco exagerada, pero creedme si os digo que no lo es en absoluto: la de que la Constitución de 1978 es una de las más avanzadas de todas las hoy existentes en el mundo en materia de proclamación y garantía de los derechos y libertades personales.

Veréis que digo –y digo bien– proclamación y garantía porque nuestra Constitución no se limita sólo a enumerar un amplísimo conjunto de libertades y derechos, sino que procede también a establecer diversos mecanismos destinados a protegerlos de una forma eficaz en el terreno práctico, que es el terreno donde, a fin de cuentas, los derechos y libertades existen (o no existen) de verdad. Los derechos y libertades se proclaman sobre todo (aunque no sólo) en el título primero de la Constitución (que, como los mejor informados ya sabréis, consta de once títulos), lugar en donde se recogen derechos que han ido apareciendo en las tres grandes olas en las que generalmente se clasifican los hoy existentes en el mundo. ¡Que esto de las olas os suena un poco raro! No hay motivo para ello. Enseguida os cuento y ya veréis.

Se habla de olas para distinguir el diferente momento histórico en que nacen materialmente y se reconocen constitucional o legalmente los derechos. Se consideran, así, derechos de la primera ola los derechos liberales , es decir, aquellos para cuyo cumplimiento y garantía era suficiente con la no actuación (con la abstención) de los poderes o autoridades del Estado, poderes o autoridades que, para que los derechos pudieran ejercerse por los particulares debían limitarse a no entorpecer o limitar –de hecho o de derecho– su ejercicio. Son un claro ejemplo de esa primera ola liberal los derechos que nuestra Constitución reconoce en sus artículos 16 (libertad ideológica y religiosa), 17 (libertad personal), 18 (inviolabilidad del domicilio), 19 (libertades de residencia y circulación), 20 (libertad de expresión), o 21 (derecho de reunión).

Junto a esos derechos liberales, que comenzaron a reconocerse a partir del momento mismo de nacimiento del Estado constitucional a finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX (aunque, ciertamente, su práctica real planteó muchos problemas hasta que consiguieron asentarse sin limitaciones constitucionales o legales), la Constitución de 1978 reconoce también un amplio grupo de derechos que deben incluirse dentro de los considerados de la segunda ola, los denominados derechos sociales , que al contrario que los liberales no pueden hacerse efectivos mediante la simple abstención de los poderes y autoridades del Estado. Lejos de ello, la efectividad de los derechos sociales exige todo lo contrario: el compromiso activo de los poderes públicos para darles realidad, mediante distintas formas de acción pública. Deben incluirse aquí, entre otros, los derechos de los artículos 24 (tutela efectiva de los derechos e intereses legítimos por parte de los jueces y tribunales), 25 (derechos de los reclusos), 27 (derecho a la educación), 35 (derecho al trabajo), 39 (protección a la familia y a la infancia), 42 (derecho a las prestaciones de la seguridad social), 43 (protección de la salud) o 44 (acceso a la cultura).

Los derechos de la tercera ola, llamados también nuevos derechos , son aquellos que se han formulado como tales en los momentos posteriores a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y cuya característica común es que con ellos se pretende hacer frente a algunas nuevas realidades definidoras del mundo actual, o, también, a la nueva conciencia ciudadana surgida sobre realidades ya existentes con anterioridad, pero desconocidas como auténticos problemas sociales. Nuestra Constitución recoge, así, entre otros nuevos derechos, los que se proclaman en los artículos 18 (protección frente al uso de la informática), 45 (protección del medio ambiente), 49 (derechos de los discapacitados), 50 (derechos de la tercera edad) o 51 (derechos de los consumidores).

En todo caso, y como ya antes os decía, la verdad es que esta breve referencia al importante papel que la Constitución asigna a los derechos como fundamento del orden político y de la paz social (por utilizar las propias palabras de que se vale en su artículo 10 nuestra ley fundamental) quedaría coja si no explicase lo que ya antes apuntaba, según recordareis: que la Constitución no se limita a proclamar derechos, sino que establece, además, una amplia gama de mecanismos de diferente naturaleza destinados a protegerlos, para conseguir de esa manera que su ejercicio práctico no se vea limitado o entorpecido por la acción de los poderes públicos e, incluso, por la acción de otros particulares. Esos sistemas de protección y garantía van desde la actuación del poder judicial, que es el protector natural del ejercicio de los derechos, hasta la del Tribunal Constitucional, un tribunal creado, entre otras, con la finalidad de proteger los derechos constitucionalmente proclamados. A ellos se añaden otros mecanismos de garantía, como el Defensor del Pueblo (y los defensores del pueblo que, con diferentes nombres, existen también en las Comunidades Autónomas), que es un alto comisionado de las Cortes para la defensa de los derechos y libertades.

No es necesario, sin embargo, que os diga que la efectividad en el ejercicio de esos derechos y libertades no depende sólo (incluso cabría decir que no depende tanto) de los mecanismos jurídicos de garantía previstos en la Constitución y en las leyes. Junto a ellos es igualmente esencial la acción combinada de la propia sociedad que a través de los medios de comunicación; de los partidos, sindicatos y asociaciones empresariales; de las iglesias, o de otros muchos grupos sociales significativos, como las llamadas organizaciones no gubernamentales, puede desarrollar también, llegado el caso –como así, de hecho, lo hace en España– una importante acción protectora y promotora de muchos derechos y libertades, cuya efectividad está en gran medida en relación con la cultura de los derechos existente en el seno de la propia sociedad.

Porque, dejadme que insista en ello, la situación actual de los derechos y libertades en España, incomparablemente mejor en cualquier ámbito a la vivida en el pasado (salvo en el reducido ámbito territorial del País Vasco, como consecuencia de la brutal violencia terrorista), tiene que ver no sólo con lo que al respecto establecen la Constitución y las leyes, sino también con la consolidación progresiva en nuestro país de una cultura de los derechos, de una cultura del respeto y la protección de los derechos, que ha posibilitado que nuestro sistema de convivencia democrático sea perfectamente equiparable al de cualquiera de las naciones de nuestro entorno más cercano. Es ese un éxito colectivo del que todos cuantos vivimos en España tenemos muchos motivos para sentirnos legítimamente orgullosos. El que vosotros, los jóvenes, consideréis hoy los derechos y libertades no como un anhelo o una meta a conquistar, sino como un parte del paisaje político cotidiano –paisaje político que, al igual el paisaje físico, es necesario cuidar y mejorar– constituye quizá la mejor prueba del avance espectacular que la democracia ha supuesto para España.

Olas
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