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Viaje al centro de la Constitución

Como vamos a estar un rato juntos -así lo espero al menos, por mi parte- voy a tratar de no dar nada por supuesto. Os propongo, por lo tanto, que para evitar confusiones, comencemos por el principio este pequeño viaje virtual que ha de llevarnos a conocer nuestra Constitución un poco más. Y os aseguro, en consecuencia, que para abrir boca (o, mejor, para abrir viaje) lo más útil, y también lo más sensato, será empezar respondiendo a una pregunta elemental:

¿Qué es una Constitución?

 

Pues bien, habitualmente llamamos Constitución a dos cosas diferentes, aunque una y otra sean en realidad inseparables. La Constitución es, en primer lugar, una cosa inmaterial : la ley fundamental por la que se rige el sistema de gobierno de un país; pero es también, al mismo tiempo, una cosa material : el librito donde se contiene el texto articulado de esa ley fundamental. Si entramos en una librería y pedimos que nos vendan una Constitución (la española de 1978, por ejemplo) estamos hablando de esa referida cosa material. Pero si, ya en nuestras manos, abrimos el librito que acabamos de comprar y comenzamos a leerlo, veremos que en sus páginas, ordenadas por artículos, se contienen toda una serie de reglas, normas y principios que son los que conforman la ley fundamental que hemos dado en denominar Constitución.

Además, por lo tanto, del libro donde se publica su concreto contenido material (lo cual, salvo su precio, si se diera el caso de que no dispongamos de dinero, no ofrece ningún tipo de problemas) la Constitución es, en consecuencia, una ley fundamental. Es una ley porque su aprobación corresponde, como ocurre con todas las otras de un país, a los representantes del pueblo reunidos en una asamblea que solemos conocer por parlamento. Pero es también una ley fundamental , es decir, una ley que se refiere a un conjunto de materias que tienen una importancia decisiva para la libertad y la seguridad de las personas. La Constitución es, así, la ley que establece quién y cómo se ejerce el poder público (el que se ejerce en nombre de todos por los órganos legislativos, ejecutivos y judiciales del Estado) y regula las relaciones que tal poder debe mantener con los ciudadanos de ese Estado (los particulares, es decir, todos nosotros) para asegurar que su actuación no lesionará los derechos que las propias Constituciones proclaman como el fundamento de nuestra convivencia en paz y libertad.

Hace ya muchos años –más de doscientos– los revolucionarios franceses, autores de la primera Constitución escrita diga de tal nombre adoptada en Europa, la francesa de 1791, aprobaron una declaración, la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, en la que dejaron constancia del contenido básico de cualquier Constitución que quisiera serlo de verdad. Según el artículo 16 de esa famosísima Declaración, todo lugar en donde la separación de poderes no estuviese garantizada y los derechos de las personas no quedasen preservados no disponía en realidad de Constitución. ¡Tenían toda la razón aquellos audaces franceses que tomaron la Bastilla! ¡Vaya si la tenían!. Pues eso es, en esencia, cualquier Constitución: una ley fundamental que, fruto de un gran pacto fundador (el llamado pacto constituyente) protege la libertad y la seguridad de todos mediante el cumplimiento de una doble condición: el establecimiento, por un lado, de una organización de los poderes del Estado (legislativo, ejecutivo y judicial) que garantiza su separación y su mutuo control y contrapeso; y la proclamación, y la consiguiente garantía, por otro lado, de toda una serie de derechos y libertades de los particulares que esos mencionados poderes no pueden, mediante su actuación, lesionar en modo alguno.

Libro de la Constitución
Libro de la Constitución
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